No la esperaba anoche, pero de pronto sentí su aliento sobre la nuca. Me estremecí. No, ahora no, deseé. No era el momento. No era bienvenida. Nunca lo es. Pero ese aliento, concentrado en mi nuca, erizando mi piel, subiendo poco a poco hacia el nacimiento del pelo, no me dejaba lugar a dudas. Ahí estaba, de nuevo. Y me provocó un escalofrío.
Sentí su tacto sobre la coronilla, donde se entretuvo unos segundos, con unos cuantos roces y unos golpecitos suaves. Después aquella falsa caricia se bifurcó para poder alcanzar cada una de mis sienes, lentamente, muy lentamente, presionando cada vez más fuerte. Eché la cabeza un poco hacia atrás, casi de forma involuntaria, como si con ello pudiera espantarla. Pero no apartó su garra sino que fue a más. Apretó con rabia la parte superior de mis mejillas y a continuación, repiqueteando, constante, comenzó a pincharme con sus largas uñas de bestia. Le supliqué que parara, y en vez de ser compasiva, me respondió deslizado el martilleo poco a poco hacia los ojos. «No», me quejé en un murmullo. Pero ya era tarde. Los alcanzó primero a través de las bolsas que ya empezaban a definir mi mirada y después, los párpados inferiores, a continuación los superiores, y no contenta con eso, se introdujo por dentro hasta alcanzar las cuencas.
«¡Maldita seas!», exclamé con desprecio. Sabía que se quedaría allí alojada, despiadada, sin darme tregua. Estaría allí toda la noche, apretando cada vez más. Y solo había una cosa que pudiera detenerla, solo una cosa que me funcionara contra ella. Salí corriendo hacia el baño, con ella en mi interior, sin inmutarse ni cejar en su castigo. Cuando me agarré al botiquín creí sentir el efecto placebo. Pero solo era una quimera. Solo cuando tragué la primera de las pastillas y su sabor a menta rancia invadió mi boca supe que aquella guerra la ganaría yo.
Puta migraña…